jueves, 8 de septiembre de 2011

CIUDAD, COTIDIANIDAD Y ESTÉTICA

Desde hace días viene a mi cabeza la pregunta: ¿Qué ha pasado con la relación entre el arte, la estética, la arquitectura, la ciudad y los ciudadanos?

Últimamente he pensado que esta relación se ha deteriorado debido a que vivimos inmersos en una cotidianidad monótona cuya única finalidad es la de producir, subsistir y consumir como último fin.

Estamos dejando de lado una de las experiencias más interesantes que puede vivir una persona: la experiencia estética.

El arte ha pasado a ser ese objeto de consumo que posee un valor superficial en estos tiempos de supervivencia ante la crisis. En Mérida, el arte escasea, a pesar que tenemos una Facultad de Arte en la Universidad de Los Andes. En la ciudad muy poca gente sabe de la existencia del Museo de Arte Contemporáneo Juan Astorga Anta. No existe ninguna dialéctica entre ésta entidad y la ciudad y con esto no estoy tratando de decir que la única fuente capaz de proveer una verdadera experiencia estética sea un museo.

Para mucho en la monótona cotidianidad existe una estética latente, aquella que Warhol trato de mostrar en tiempos donde el academicismo de las Bellas Artes y la abstracción de las vanguardias de la modernidad figuraban en varios rincones.

Pero en esta postmodernidad de consumo, lo cotidiano es lo mediático, lo regular, y lo corriente, es el stablishment y status quo. En esta particular era donde el objeto y su consumo es el fin último del hombre, nuestro espíritu de alguna manera nos está haciendo saber que necesitamos un escape que nos aproxime a otras miradas.

La cotidianidad y lo que en palabras de Baudrillard sería esta hiper-realidad nos está coartando nuestra capacidad de asombrarnos, entre lo barroco de las telenovelas y el figurativismo extremo de los noticieros, la necesidad de superar la crisis económica, la inseguridad de nuestras calles, etc., factores que están adormeciendo nuestra mente. Ya muy poca gente experimenta de forma sincera una buena película, se extasía con buena música, esa música que nos transporta al reino de lo onírico.

Con la arquitectura sucede lo mismo. Desde hace tiempo la arquitectura ha dejado de ser un elemento capaz de ofrecernos una experiencia estética. Nuestro contexto actual está convirtiendo a los arquitectos en personajes meramente técnicos. Se mira con desdén aquel que intenta hablar de la semiología, la historia, el significado y la relación del hecho arquitectónico con el marco epistemológico de nuestra cultura (tan particular) y nuestro propio Zeitgeist. La metáfora ha cedido puesto a una infinita repetición de materiales, tipologías y elementos; y la interesante dislocación y articulación de los espacios se han extinguido frente a la linealidad, lo estático y lo predecible.

En estos momentos, si analizamos la arquitectura de nuestras ciudades desde una perspectiva crítica e histórica, nos damos cuenta que lo único que representa es la incapacidad de algunos que creen que hacer arquitectura es resolver la cantidad de metros cuadrados para obtener un máximo de ganancias. Pero de éste tema en específico espero poder escribir pronto con mayor detenimiento y ahínco.

En tiempos de crisis el arte y la arquitectura deberían jugar un papel importante para el espíritu de los ciudadanos. Cada día que pasa necesitamos más esos elementos expresivos que se convierten objetos significativos que pueden suscitar sentimientos. Necesitamos de vez en cuando (y más a menudo de lo que creemos) transgredir los bordes de lo convencional, posicionarnos en lugares donde la expresividad de las composiciones ya sean de palabras, colores, formas, texturas y espacios nos lleven. De ésta forma lograr apreciar cosas desde diversas perspectivas, y darnos cuenta que la cotidianidad, en la mayoría de los casos, nos priva de todo un mundo de contenidos filosóficos y espirituales que trascienden hacia planos donde se encuentra la verdadera seducción de lo que llamamos contenidos universales.

@ArqCesarTorres

jueves, 1 de septiembre de 2011

Nihilismo ciudadano


No deja de asombrarme y parecerme casi absurdo, el estado de deterioro al que hemos dejado llegar a nuestras ciudades. La indiferencia hace eco en cada esquina, cada calle y cada plaza que vemos.

Pareciera que ya no vivimos en una ciudad de “ciudadanos” sino en una ciudad de autómatas, sin un sentido de pertenencia por nuestro ámbito ambiental natural y construido. La ciudad se ha vuelto un cuerpo ajeno y difuso que se manifiesta a través de las ventanas de nuestras oficinas, casas y vehículos. Nuestra afinidad, nuestro vínculo con el contexto que hace tiempo era símbolo de una modernidad que nunca termino de llegar, se ha desvanecido.

Los arquitectos, planificadores y todo un grupo de profesionales que nos relacionamos de forma directa con los procesos modeladores de las ciudades, sufrimos de la perdida de una certeza que la academia una vez trato de insertar en nuestra mente, que es el sentido de lo público como espacio construido para el hombre para el desarrollo y desenvolvimiento de nuestras experiencias. Estamos viendo como la ciudad se configura a través de los remanentes que dejan los nuevos edificios en construcción; es la sumatoria de todos esos retazos y despojos que se insertan en medio de los nuevos desarrollos habitacionales.

Al igual que las personas que no tienen que ver con la planificación urbana, la indiferencia se ha convertido en una suerte de nihilismo negativo para el arquitecto, donde el sentido de urbe se ha perdido, donde el confinamiento de la vida se va reduciendo a los ámbitos que pueden ofrecer una seguridad ya sea real o virtual. De la casa al trabajo, del trabajo al “super”mercado, de ahí de nuevo a la casa y en el ínterin, el marco de lo urbano, desesperante por su caos y el estrés que éste produce.

Los ciudadanos nos hemos conformado con la seguridad que nos ofrecen nuestras casas y nuestros trabajos, la inseguridad, el caos y el deterioro de los espacios que conforman la trama urbana se han transformado en “ese indigente que no hay que mirar mucho para que no nos moleste y nos pida una colaboración”

La ciudad ha dejado de formar parte de nuestra memoria, y nuestra indiferencia se manifiesta a nuestro alrededor, invisible para algunos, abrumador para otros.

El fracaso de las ciudades tradicionales es evidente y la sostenibilidad de éste modelo actual caótico sin planificación y sobre todo sin participación de los ciudadanos, es inviable. Los valores sobre los cuales fueron pensadas las distintas localidades han mutado y la velocidad con la cual cambian es asombrosa, lo que no hace posible que los remanentes de la academia de lo cuantitativo, fruto de la modernidad, le puedan hacer frente.

Nosotros los arquitectos y planificadores debemos tomar una actitud nihilista positiva, que nos permita desvincularnos de los esquemas tradicionales-modernos de planificación y superar los habituales prejuicios que nos dejan los actuales modelos de gestión urbana, donde la cultura, la historia y esta hiper-modernidad en la que vivimos, confluyan para poder hacer ciudades que permitan que en ella habiten ciudadanos de verdad.

Pero la relativa comodidad de nuestros ámbitos privados nos adormece. En las ciudades de la escasez, de calles transitables, de espacios públicos, de seguridad, de iluminación, etc., lo básico es lo prioritario, y pareciera que mientras la gente tenga su “techo”, su “salario” y su “derecho a consumir”, lo demás es un lujo al cual no pueden aspirar.

Lo delicado de todo esto, es que para nosotros ya es natural que nuestros espacios se reduzcan, y la ausencia de la “civitas” es una constante que se esparce muy rápidamente.

@ArqCesarTorres

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